El cambio en el Ministerio del Interior genera debates sobre seguridad, percepción pública y la relación entre justicia y política. Foto: Dante Fernandez/FocoUy
La transición de mando en el Ministerio del Interior deja cifras positivas, pero el nombramiento de un fiscal como ministro genera debate.
El cierre del quinquenio de Nicolás Martinelli al frente del Ministerio del Interior deja cifras mixtas: una baja significativa en hurtos, rapiñas y abigeatos respecto a 2019, pero con los homicidios estancados en una “meseta”. La transición hacia el gobierno de Yamandú Orsi y el nombramiento del exfiscal Carlos Negro como sucesor, según lo expresó Martinelli en una entrevista con El País, plantea un debate relevante sobre la relación entre justicia y política.
El propio Martinelli reconoció que la transición ha sido fluida y destacó la continuidad en la estrategia de seguridad, como el enfoque dual que combina represión y prevención. Sin embargo, su posición no oculta cierta inquietud por lo que implica que un fiscal pase directamente a liderar un ministerio estratégico. Aunque aseguró no tener suspicacias sobre Negro, planteó que este tipo de movimientos pueden enviar señales ambiguas a la sociedad, comprometiendo la percepción de independencia judicial.
¿Un fiscal al mando? La delgada línea entre poderes
La figura de Carlos Negro, quien hasta hace pocas semanas trabajaba en la Fiscalía de Homicidios, ha despertado opiniones encontradas. En la entrevista con El País, Martinelli argumentó que, aunque los fiscales suelen actuar de manera profesional, el cambio directo a la política puede ser visto como problemático. Ejemplos recientes, como los de Gabriela Fossati o Jorge Díaz, reavivan la discusión sobre si Uruguay debería establecer períodos de "enfriamiento" entre roles judiciales y políticos para proteger la legitimidad de las instituciones.
Nombrar a un fiscal como ministro del Interior pone sobre la mesa un debate que Uruguay no puede evadir. ¿Qué implica para la democracia que una figura clave en la justicia pase de inmediato a liderar la seguridad del país? En un sistema que se basa en la independencia de poderes, esta decisión merece un análisis profundo.
La imparcialidad es el sello distintivo del trabajo de un fiscal. Su responsabilidad no responde a gobiernos ni partidos, sino al equilibrio que exige la justicia. Sin embargo, cuando alguien en esta posición cruza sin pausa hacia la política, el mensaje que recibe la ciudadanía se torna confuso. Incluso si la intención es legítima, la percepción puede ser otra. Y la confianza en las instituciones no depende solo de hechos, sino también de las señales que se envían.
Uruguay, con una democracia históricamente sólida, enfrenta aquí un desafío. Designar a un fiscal como ministro del Interior sin un tiempo razonable de transición plantea dudas sobre la neutralidad institucional y la credibilidad del sistema. No se trata de cuestionar la capacidad del funcionario, sino de proteger el principio de independencia, clave para sostener la confianza pública.
Este no es un caso aislado. En los últimos años, fiscales y jueces han asumido roles políticos en situaciones de alta visibilidad. Aunque sus trayectorias puedan ser impecables, estos movimientos generan dudas sobre posibles intereses políticos en decisiones judiciales pasadas. Este no debería ser el legado de un sistema que se precia de ser el pilar de la democracia.
No se trata de prohibir que un fiscal o juez participe en política. Pero sí de establecer reglas claras que protejan tanto a las instituciones como a las personas involucradas. Períodos de "enfriamiento" entre el ejercicio de un cargo judicial y la asunción de un rol político no solo evitarían sospechas, sino que también blindarían la legitimidad del sistema.
Una democracia no vive solo de leyes, sino de la confianza que la sociedad deposita en ellas. Y esa confianza, una vez dañada, es difícil de reparar. Si no definimos límites claros entre justicia y política, corremos el riesgo de erosionar uno de los pilares más valiosos de nuestra sociedad.
Logros y desafíos de una gestión
En lo cuantitativo, la gestión Martinelli cerró con descensos del 43% en rapiñas y del 23% en hurtos desde 2019, según cifras compartidas en la entrevista con El País. No obstante, el ministro admitió que la percepción de inseguridad sigue siendo alta, influenciada por casos individuales y la exposición mediática. Según focus groups realizados, delitos como rapiñas y copamientos generan más preocupación que los homicidios, percibidos como "lejanos" por la mayoría de la población.
También destacó las dificultades operativas para combatir problemas estructurales, como las bocas de droga. Según explicó, estas investigaciones requieren meses de vigilancia y se ven limitadas por la geografía compleja de algunos barrios.
Un futuro con desafíos
La continuidad de figuras clave como Diego Sanjurjo y la estrategia de enfoque dual prometen estabilidad en la transición. Sin embargo, Uruguay no está exento de riesgos mayores, como el posible ingreso del fentanilo al país. Martinelli reconoció que la gestión avanzó en la incorporación de tecnología, pero señaló que aún quedan áreas pendientes, como el desarrollo de comisarías virtuales y una mayor cooperación internacional.
El cambio de mando marca una nueva etapa para la seguridad pública, pero también deja interrogantes abiertas sobre la percepción de justicia y la capacidad del país para adaptarse a un escenario criminal en constante evolución.
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