31 de diciembre, la fecha que vio nacer a Horacio Quiroga, maestro de las historias breves

Horacio Quiroga nació un 31 de diciembre y dejó un legado literario lleno de tragedias, selvas y humanidad.

Un día histórico que marcó el inicio de una vida llena de relatos y misterios inolvidables.

Horacio Quiroga nació un 31 de diciembre, y con él llegó un genio de las letras que convirtió tragedias y selvas en relatos inmortales.


Ana Beatriz Silva
Por Ana Beatriz Silva
Periodista
Hay fechas que se clavan en la historia como una flecha en el tronco de un árbol. Allá por un 31 de diciembre de 1878, cuando el año se tambaleaba en sus últimas horas, en un rincón apacible de Salto, nacía un gurí que, sin saberlo, llevaba en los pulmones el aire denso de la literatura. Horacio Silvestre Quiroga Forteza, quien asomó al mundo un día así, no iba a ser cualquier hijo de vecino. Entre el tráfago del último día del calendario, con la ciudad levantando su rostro hacia la promesa de un nuevo ciclo, aquel bebé lloró por primera vez. Y vaya si ese llanto anunciaba historias.

Dicen que el destino es mañero y que las cosas pasan porque tienen que pasar. Pero si alguien hubiese podido asomarse al futuro de Quiroga en ese momento, probablemente se habría quedado mudo. Nadie sospechaba que ese botija terminaría escribiendo relatos tan cargados de misterio y tragedia que hasta el mismo Poe podría haberle echado un guiño. Pero claro, antes de las letras vinieron las vivencias, y vaya si tuvo de esas.

La infancia de Horacio no fue ningún cuento de hadas, aunque tuvo algo de los paisajes que luego llenaron sus historias. Creció entre las orillas del río Uruguay, rodeado de una naturaleza que se hizo carne en él y, más tarde, en sus cuentos. Era un pibe observador, curioso, de esos que miran más allá de lo evidente. Y ese mirar se transformó en imaginar, en contar, en escribir.

Ya de grande, las cosas se torcieron de maneras que ni él podría haber imaginado. Una de las primeras bofetadas del destino fue la muerte accidental de un amigo cercano, algo que lo marcó para siempre. Después de eso, Horacio dejó su tierra y cruzó el charco hacia Buenos Aires, donde empezó a tejer su vida entre palabras. Allí, en medio de una ciudad que hervía de modernidad y ritmo, él se volcó a los cuentos, esos pedacitos de vida que podía comprimir en pocas páginas pero que se quedaban dando vueltas en la mente del lector.

Horacio Quiroga a los 18 años, frente
a su casa natal en Salto

Escribir no era solo un oficio para Quiroga, era una manera de exorcizar sus demonios, de enfrentarse a las sombras que parecían seguirlo a donde fuera. Y esas sombras se metieron en sus historias: selvas tupidas, animales salvajes, personajes enfrentados a sus propios miedos. Libros como Cuentos de amor de locura y de muerte y Cuentos de la selva son testigos de esa habilidad para convertir lo cotidiano en algo profundo, a veces aterrador, pero siempre humano.

El mundo que retrataba Quiroga no era sencillo ni amable. Era un reflejo de su propia vida, llena de pérdidas, dolores y también de momentos de intensa pasión creativa. Sus cuentos, como él mismo, eran duros pero reales, y quizá por eso conectaron tan profundamente con quienes los leyeron. Porque, en el fondo, todos llevamos algo de ese miedo a lo desconocido, a lo inevitable.

El 31 de diciembre no solo marca el fin de un año. En Salto, ese día también quedó grabado como el inicio de una historia que seguiría resonando a través de los años. Horacio Quiroga, el hombre que nació entre la calma y el bullicio de esa jornada, terminó siendo una figura central de la literatura latinoamericana, un cuentista que supo mirar a los ojos de la selva y del alma humana. Y todo empezó en ese rincón de Uruguay, bajo el calor de un diciembre que despedía el calendario.



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