José Batlle Perdomo, 60 años después: un viaje desde las calles salteñas a la historia celeste

El Chueco Perdomo, futbolista salteño, celebra 60 años de vida y dejó su marca en Peñarol, Europa y la selección uruguaya.

El Chueco Perdomo representó la esencia de la garra y el talento en cada paso de su carrera futbolística.

Del Parque Central al Mundial de Italia 90: José Batlle Perdomo, el salteño que cruzó fronteras con la celeste cumple 60 años.


Gonzalo Sualina
Por Gonzalo Sualina
Periodista
Salto, tierra de naranjales y noches templadas, sabe parir historias que trascienden más allá de sus límites geográficos. Por esas calles donde el Uruguay profundo toma mate despacito, con los ojos entrecerrados mirando al río, nació un 6 de enero de 1965 un gurí que, sin saberlo, llevaría el nombre de su ciudad a canchas de todo el mundo: José Batlle Perdomo. Un hombre que hizo del fútbol su poesía y de cada pase, un gesto que resonaba como un verso escrito por la misma vida.

Los comienzos: de las calles de Salto al Parque Central

No es difícil imaginarlo de chiquilín, corriendo atrás de una pelota hecha de trapos, esquivando pozos y soñando con goles que todavía no tenían nombre. En Salto, el fútbol es casi una religión, pero con menos dogmas y más pasión. Es la excusa para juntarse, para reírse fuerte y, de paso, ganarle a la vida aunque sea por noventa minutos.

Perdomo, como tantos otros pibes, creció entre esas dinámicas. Pero lo suyo no era solo correr. Tenía una elegancia particular en la cancha, un temple que llamaba la atención. Lo vieron los de Nacional, lo ficharon los de Peñarol, y fue ahí donde empezó a hacerse un nombre. Aunque digan que el fútbol es cuestión de equipo, hay jugadores que, con su sola presencia, cambian el rumbo del partido. Y Perdomo era uno de esos.

Un salteño por el mundo

Pero, ¿qué pasa cuando un salteño cruza fronteras? ¿Qué lleva consigo, además de una valija y algún mate medio golpeado? Se lleva sus raíces, su forma de mirar el mundo. Cuando Perdomo se fue al Genoa de Italia, no solo llevó su fútbol, sino también esa melancolía bien rioplatense, ese sentimiento de extrañar el asado del domingo o el sonido del río Uruguay al atardecer.

De Italia pasó a Inglaterra, donde jugó en el Coventry City. Dicen que allí los inviernos son duros y que el fútbol es más físico, menos artístico. Pero Perdomo encontró la manera de hacer brillar su estilo: cabeza levantada, pase preciso, y siempre una actitud serena, casi filosófica, como quien entiende que el fútbol es solo un reflejo de la vida misma.

Después vino España, donde defendió los colores del Real Betis. Y ahí también dejó su marca. Porque donde sea que jugó, Perdomo no solo fue un jugador más: fue un representante de esa mística que los uruguayos llevan en la sangre. Esa garra que no se explica, pero que todos reconocen.

La Celeste y la gloria continental

La cumbre de su carrera llegó con la Selección Uruguaya, esa camiseta que pesa más que ninguna otra. Porque ser celeste no es solo patear bien una pelota. Es llevar sobre los hombros la historia de un país chiquito que se hizo grande a fuerza de sacrificio y sueños imposibles.

En 1987, Perdomo fue parte del equipo que ganó la Copa América. Un torneo que, para los uruguayos, es casi un ritual de reafirmación. Ganar es recordarle al continente que esta tierra sigue viva, que su historia sigue escribiéndose. Y Perdomo, con su juego tranquilo y su precisión quirúrgica, fue fundamental en ese logro.

También estuvo en el Mundial de Italia 1990, un torneo que quizás no nos dejó la mejor actuación, pero sí recuerdos imborrables. Porque cada mundial es un capítulo más en esa novela que los uruguayos nunca se cansan de leer.

Más allá del fútbol: el legado de un salteño

Pero la historia de José Batlle Perdomo no termina en la cancha. Porque los verdaderos ídolos trascienden el deporte. Su legado está en cada pibe que, en las calles de Salto, sueña con ser futbolista. Está en esas charlas de bar donde los veteranos recuerdan sus partidos y cuentan anécdotas que, con cada repetición, se vuelven más épicas.

Dicen que uno es de donde se siente, y Perdomo siempre fue de Salto, aunque haya recorrido el mundo. Porque Salto no es solo un punto en el mapa. Es una forma de ser, de vivir, de entender que la grandeza está en las cosas simples: en un pase bien dado, en un abrazo después del gol, en la certeza de que, por más lejos que uno esté, siempre hay un lugar al que volver.

La historia sigue: de Perdomo a Suárez

Curiosamente, Salto también es la cuna de otros grandes futbolistas, como Luis Suárez, otro que llevó la celeste a lo más alto. Pero cada historia es única, y la de Perdomo tiene un sabor distinto. Tal vez porque su figura representa esa época en que el fútbol todavía tenía algo de romántico, de artesanal. Una época en que los jugadores eran ídolos no por sus millones, sino por su entrega y su lealtad a la camiseta.

El puente invisible entre el pasado y el presente

Hoy, cuando el tiempo parece devorarlo todo, la figura de José Batlle Perdomo sigue siendo un recordatorio de lo que significa ser uruguayo. De lo que significa soñar desde un rincón del mapa y llegar a conquistar el mundo. Porque la historia de Perdomo es, en el fondo, la historia de cada uno de nosotros. Una historia que empieza en Salto, pero que no tiene final.

Y así, mientras el río sigue su curso, mientras las calles de Salto conservan ese aire de pueblo grande, la leyenda de José Batlle Perdomo sigue viva. Porque hay cosas que el tiempo no puede borrar. Y uno de esos recuerdos es el de un gurí que, con una pelota bajo el brazo y el corazón lleno de sueños, demostró que el fútbol es mucho más que un deporte: es la esencia misma de un pueblo.



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